Las historias de tesoros suelen aludir a un mapa. En la actualidad, las aplicaciones móviles han sustituido a los mapas físicos, sin embargo, proveen la ruta para llegar a algún destino deseado, encontrar el “tesoro más buscado”.
Ese día, me llamaron para informarme que las cinco mil personas migrantes que estaban alojadas en el albergue habían decidido reanudar su caminata. Al llegar a las inmediaciones del albergue, las calles estaban inundadas de foráneos que, sin saber qué dirección tomar, preguntando en las esquinas cómo salir de la ciudad.
Distinguí entre la multitud a algunas mujeres que iban con sus niños pequeños. Me acerqué y les dije: “Suban, las llevaré hasta Ixtlán”. Con sorpresa, me miran, pero, al reconocer el nombre de su próxima parada, subieron presurosas. En total, subieron catorce mujeres con sus niños, llevando a cuestas sus escasas pertenencias.
Apenas, hace tres meses, llegué a Guadalajara, una ciudad con siete millones de habitantes y mucho tráfico vehicular, por lo que la aplicación de mapas en mi móvil me resulta fundamental para ubicarme en sus calles. Cuando me pierdo, lo que ha sucedido varias veces, reconfiguro y me dejo guiar por la nueva ruta que me muestra el teléfono.
Con las personas en mi auto, puse el destino en la aplicación: “hacia Ixtlán”. El mapa me indica que es un viaje de cien kilómetros. Es la primera vez que me dirijo a ese lugar. Será un viaje de ida y vuelta por la misma ruta, no hay riesgo de extravíos. Mis pasajeros dependen de mí; no tienen transporte, ni mapa para viajar.
Dentro del auto, todos hablan al mismo tiempo, como desahogando tantas cosas guardadas. Cuentan, con agitación, sobre los lugares donde estuvieron, la ruta que iban siguiendo. Comentaron que, esa mañana, un grupo decidió reanudar el viaje y que ellas lo siguieron; pero, como siempre, se fueron quedando rezagadas. Siempre quedan de ùltimas. Y es comprensible, ellas tienen que ir al paso de los niños.
La travesía para ellas empezó hace tres meses. La ciudad es muy grande. Luego de caminar un buen tramo, decidieron detenerse a descansar en una esquina. Esa “casualidad” propició nuestro encuentro. Gracias a ello pude ofrecerme para llevarlas a su próximo “destino”.
Una joven entusiasta interrumpe los intercambios con esta exclamación: “¡Que bien se siente venir dentro de un carro, se siente de lujo tener su propio asiento!” Durante todo el trayecto, ellas habían caminado o viajado en vehículos de carga. Mientras tanto, yo escucho, pienso y siento.
Cuando regreso del primer viaje, todavía veo a personas varadas en el camino que lucen cansadas y confusas. Me les acerco y les ofrezco, igual, llevarlas a Ixtlán. Por el camino, vamos recogiendo a más personas hasta llenar el carro otra vez. Curiosamente, son catorce personas. El carro está diseñado para ocho pasajeros, así que vamos apretados. Al más joven le comparto unos dulces y, luego de comerlos, se quedó dormido.
En Ixtlán los esperan funcionarios de migraciones que los orientan sobre la travesía, servicios médicos básicos que provee la Cruz Roja Internacional, voluntarios que brindan alimentos y similares. Me anima ver que hay otras personas trasladando migrantes en sus carros, ¡son miles de personas que van de tránsito! ¡Me siento parte de una gran labor!
¿Saben cuántas personas puede llevar un taxi mexicano? “Uno más”, es la respuesta correcta. Así me siento llevando a los migrantes. Así también es la invitación al Reino de Dios, ¡siempre hay espacio para uno más!
Mientras las personas caminan hacia un destino geográfico o económico, los creyentes de todos los tiempos andamos en un peregrinaje diario hacia la patria celestial. Vamos de pasada. Creo que la Biblia funciona como una mapa accesible a todas las personas. Los creyentes somos llamados a guiar a otros a Dios, porque Jesús nos envió a “hacer discípulos a todas las naciones”. Ser un discípulo de Jesús es tomar su Palabra como guía, su Reino como meta y su vida como modelo. Ahora que lo pienso, el discipulado es una constante movilidad hacia el Reino de los cielos.
Está cayendo la tarde. De repente, diviso a una mujer con un niño en sus brazos. Movido a compasión, decidí regresar para llevarla. De entre la penumbra, salen otras mujeres, también con niños pequeños. Me enteré que, de no haberlas ayudado, ya habían decidido quedarse a dormir allí, a la intemperie. Este es el drama que enfrenta mucha gente a diario en los caminos de nuestros pueblos.
Viajar miles de kilómetros es difícil para los migrantes. Se ven expuestos a la inclemencia del clima, la escasez de comida, peligros, abusos y enfermedades. Me dicen que resulta más difícil para una mujer con niños.
Esta vez, entre los pasajeros se encuentran un bebe y dos niñas, de cuatro y seis años. Ya está oscuro. Enciendo las luces altas para ver mejor el camino. La luz de mi móvil llama la atención de la pequeña de cuatro años, quien al mirar la aplicación del mapa, pregunta: “¿Qué es?” “Un mapa”, le respondo. “¿Un mapa de qué?”, vuelve a preguntar. A lo que replico, para que sonriera: “El mapa de un tesoro”. Ya más en confianza, vuelve a preguntar: “¿De cuál tesoro?” “Ya lo verás cuando lleguemos”, le digo.
Cuando llegamos, le digo: “Mira, ahí está tu tesoro para hoy; algo para comer y un lugar donde dormir”. Ella abrió sus ojos, observó y quedó como pensativa. Por mi parte, con oírles y trasladarles, ya había encontrado el tesoro de servirles.
Escrito por: Angel Infantes Quiróz, misionero de las iglesias anabautistas en la ciudad de Guadalajara.
BA Rio Grande Bible College, MAT Canadian Mennonite University, DMin (‘25) Dallas Theological Seminary
Editor del artículo: Richard Serrano
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