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El silencio que habla: una comunidad viviendo con miedo

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El césped sigue sin cortarse. El jardinero no llegó.


Detrás de nuestra casa, la construcción se quedó congelada—dos casas que nunca se terminaron.


Un carro sin placas se estaciona en la esquina de la urbanización, detenido por demasiado tiempo, demasiado quieto, como una advertencia silenciosa.


Arriba, un avión de deportación corta el cielo azul mientras corro en el parque de la ciudad.

Así se ve el miedo en mi comunidad. No siempre aparece en los titulares, pero está en las ausencias, en los silencios. En las cosas que ya no suceden. En los márgenes. 


Incluso los oficiales de inmigración —los mismos que saludamos en la tienda, cuyos hijos van a la escuela con los nuestros— caminan con un peso emocional visible. Llevan la carga de un trabajo que cada vez apunta más hacia sus propios vecinos.


El hombre que vive a dos casas de la nuestra no ha tocado su jardín en meses. Antes saludaba. Ahora hay un letrero descolorido de “Se vende por dueño” frente a su puerta. Nadie lo ha visto.


Un conocido, después de 25 años en Estados Unidos, vendió su casa y regresó a México, derrotado por un país que tanto quiso e intentó hacer suyo.


Familias enteras dejaron de ir a la iglesia. Sin explicación. Solo bancas vacías.


Vemos a los niños que ya no tienen a sus padres con ellos.


Escuchamos de familias que ni siquiera van al supermercado, por miedo a no regresar a casa.


Lamentamos la iglesia que canceló la escuela bíblica de verano, no por falta de voluntarios, sino porque los agentes de inmigración estaban patrullando el vecindario, y la iglesia no quiso arriesgarse a que se separaran más niños.


Lloramos por los niños que no tuvieron la oportunidad de correr, jugar, cantar o divertirse durante la escuela bíblica de verano. 


En esa comunidad, no habrá dedos pegajosos buscando cajas de jugo. No habrán canciones cantadas con abandono. No habrán marcas de crayones en los salones de estudio. No habrá gozo.


Los equipos de béisbol y fútbol se están quedando sin niños. Menos inscripciones. Tan pocos que los entrenadores están uniendo grupos de edades solo para tener suficientes jugadores. 


Hay una señora latina mayor vendiendo flores frente a la gasolinera. Antes no estaba allí. Es de esas mujeres que uno siente que ya deberían estar descansando, no paradas bajo el sol por horas. Su rostro habla de historias y sabiduría, no de lucha. Alguien así debería estar siendo cuidada.


El local de tacos cerró.


La barbería aún abre, pero el barbero que antes celebraba a Trump ahora evita el tema, porque sus padres, indocumentados, ya no están seguros bajo las políticas del hombre que él apoyó.


Esto no es solo político. Es profundamente humano. Lo que estamos viviendo no es teórico, es tangible, visible en el latido ralentizado de nuestra comunidad, en los niños que ya no están en el parque, en el pasto sin cortar, en los hogares abandonados, en el silencio de la iglesia.


No estamos bien.


Aunque yo no soy una persona en movilidad humana y vivo con privilegios que muchos de mis vecinos no tienen, el dolor de mi comunidad me atraviesa. No pretendo hablar por ellos ni asumir un lugar que no me corresponde. 


Pero camino con ellos, lloro con ellos, y escucho el eco de su miedo en los silencios de nuestras calles. Lo que comparto nace desde esa cercanía, no desde una experiencia propia de persecución.


El miedo ha reconfigurado nuestras rutinas y reprogramado nuestro sentido de seguridad. Lo que antes se sentía como vida cotidiana ahora se siente como algo prestado, algo que en cualquier momento puede ser arrebatado.


Y sin embargo, nuestra gente aún espera. Aún ama. Aún se reúne en secreto, aún ora, aún canta a sus hijos por las noches. El alma de nuestra comunidad no ha muerto. Solo se está escondiendo.


Por ahora.


Pero sabemos esto: un pueblo con miedo no puede permanecer en silencio para siempre. El silencio habla hoy, pero un día, nosotros también hablaremos.

 
 
 

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